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Justine sonrió lánguidamente.

—Esto, querida señorita —dijo—, es desesperación y no resignación. No debo aprender la lección que usted me está enseñando… Hablemos de otra cosa, de algo que me procure alegría y no aumente mi amargura.

Durante esta conversación, yo me había apartado a una esquina de la celda, donde pude disimular la horrorosa angustia que me atenazaba. ¡Desesperación! ¿Quién se atrevía a hablar de eso? La pobre víctima, que al día siguiente iba a traspasar la terrorífica frontera entre la vida y la muerte, no sentía… ¡una agonía tan profunda y amarga como la mía! Los dientes me rechinaban y los apreté con fuerza, dejando escapar un gemido que nació en lo más profundo de mi alma. Justine se sobresaltó. Cuando vio quién era, se aproximó a mí.

—Querido señor —dijo—, es usted muy amable al visitarme; espero que usted no crea que soy culpable.

No pude responder.

—No, Justine —dijo Elizabeth—; él está más convencido de tu inocencia que yo; por eso, ni siquiera cuando supo que habías confesado lo creyó.

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