Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн
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—¿También usted cree que soy tan malvada? —lloró Justine—. ¿También se une usted a mis enemigos para aplastarme? —Su voz se fue apagando entre sollozos.
—Levántate, mi pobre niña —dijo Elizabeth—, ¿por qué te arrodillas si eres inocente? Yo no soy uno de tus enemigos; creía en tu inocencia, a pesar de todas las pruebas, hasta que supe que tú misma te habías declarado culpable. Ahora dices que todo eso es falso; y puedes estar segura, mi querida Justine, que nada, en ningún momento, puede quebrar mi confianza en ti, salvo tu propia confesión.
—Confesé —dijo Justine—, pero confesé una mentira. Confesé porque así podría obtener la absolución, pero ahora esas mentiras y esas falsedades pesan en mi corazón más que todos mis pecados juntos. ¡Que el Dios del Cielo me perdone! Desde que fui condenada, mi confesor me ha estado apremiando; me ha amenazado y me ha gritado hasta que casi he comenzado a pensar que yo era la malvada criminal que él dice que soy. Me ha amenazado con la excomunión y con las llamas del infierno si persistía en mi obstinación. Mi querida señorita, no tenía a nadie que me ayudara… Todos me miraban como un maldito monstruo destinado a la ignominia y la perdición. ¿Qué podía hacer? En un momento de debilidad, firmé una mentira, y ahora solo yo me siento verdaderamente miserable. —Se detuvo, llorando, y luego prosiguió—: Pensé horrorizada, mi querida señorita, que usted creería que su Justine, a quien su bendita tía había honrado tanto con su aprecio y a quien usted tanto amaba, era un monstruo capaz de un crimen que nadie, salvo el mismísimo demonio, podría haber perpetrado. ¡Querido William, mi querido y bendito niño, pronto te veré en el Cielo y en la Gloria…! Eso me consuela, ahora que voy a sufrir la ignominia y la muerte.