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¡Maravillosa Elizabeth! Se oyó un murmullo de aprobación; pero se debió a su generosa intervención y no porque hubiera un sentimiento favorable hacia la pobre Justine, sobre la cual se volvió a desatar la indignación del público con renovada violencia, acusándola de la más perversa ingratitud. Ella lloraba mientras Elizabeth hablaba, pero no dijo nada. Mi nerviosismo y mi angustia fueron indescriptibles durante todo el juicio. Yo creía que era inocente… lo sabía. ¿Acaso el monstruo que había matado a mi hermano (no me cabía la menor duda), en su infernal juego, había entregado a aquella muchacha inocente a la muerte y a la ignominia? No podía soportar el horror de la situación; y cuando vi que la opinión pública y el rostro de los jueces ya habían condenado a mi infeliz víctima, abandoné la sala angustiado. Los sufrimientos de la acusada no eran comparables con los míos; ella se apoyaba en la inocencia, pero a mí las garras del remordimiento me desgarraban el pecho. Pasé una noche absolutamente miserable. Por la mañana volví al tribunal; tenía los labios y la garganta ardiendo. No me atrevía a lanzar la maldita pregunta, pero me conocían, y el oficial imaginó la razón de mi visita: se habían emitido los votos, todos eran negros, y Justine fue condenada.

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