Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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Se llamó entonces a Justine para que se defendiera. A medida que se había desarrollado el juicio, su rostro se había ido alterando. La sorpresa, el horror y el dolor se hacían ahora muy evidentes. A veces luchaba contra sus lágrimas; pero cuando se le pidió que hablara, hizo acopio de todas sus fuerzas y habló en un tono audible aunque con voz temblorosa.

—Dios sabe que soy absolutamente inocente —dijo—. Pero no espero que me absuelvan por lo que vaya a decir aquí: baso mi inocencia en la simple explicación de los hechos que se aducen contra mí; y espero que la reputación de la que siempre he gozado incline a mis jueces a una interpretación favorable allí donde alguna circunstancia aparezca como dudosa o sospechosa.

Entonces explicó que, con permiso de Elizabeth, había pasado aquella tarde, cuando se perpetró el crimen, en casa de una tía que vive en Chêne, una aldea que se encuentra aproximadamente a una legua de Ginebra. Cuando volvía, alrededor de las nueve, se encontró con un hombre que le preguntó si había visto al niño que se había perdido. Aquello la asustó y pasó varias horas buscándolo; entonces cerraron las puertas de Ginebra y se vio obligada a permanecer varias horas de la noche en una granja; pero, incapaz de descansar o dormir, se levantó muy pronto para volver a buscar a mi hermano. Si había llegado cerca del lugar en el que yacía el cuerpo, fue sin saberlo. Y no era sorprendente que se hubiera mostrado confusa cuando aquella mujer del mercado le hizo algunas preguntas, puesto que estaba desesperada por la pérdida del pobre William. Respecto al retrato en miniatura, no podía dar ninguna explicación.

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