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Era una historia extraña, pero no me convenció; y contesté con vehemencia:

—¡Estáis todos equivocados! ¡Yo conozco al asesino! Justine… pobre, pobre Justine, es inocente.

En ese instante entró mi padre. Vi la tristeza profundamente grabada en sus facciones, pero intentó darme la bienvenida cordialmente y, después de intercambiar tristes saludos, habría hablado de cualquier otra cosa que no fuera nuestra tragedia, si no hubiera exclamado Ernest:

—¡Dios bendito, papá! Victor dice que sabe quién asesinó al pobre William…

—Nosotros también, desgraciadamente —contestó mi padre—; y, desde luego, habría preferido no saberlo en vez de descubrir tanta depravación e ingratitud en una persona a la que tenía en gran estima.

—Querido padre —exclamé—, estáis equivocados. ¡Justine es inocente…!

—Si lo es —replicó mi padre—, que Dios impida que la condenen como culpable. Hoy la juzgarán, y espero, espero sinceramente, que la absuelvan.

Aquellas palabras me tranquilizaron. Estaba firmemente convencido en mi interior de que Justine, es más, de que ningún ser humano era culpable de aquel crimen. Así pues, no temía que pudiera aportarse ninguna prueba circunstancial con la suficiente fuerza como para inculparla; y con esta seguridad, me tranquilicé, esperando el juicio con inquietud pero sin augurar un mal resultado.

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