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—Bienvenido, mi queridísimo Victor —dijo—. Ah, ojalá hubieras venido hace tres meses: entonces nos habrías encontrado a todos alegres y contentos. Pero ahora somos tan desgraciados que me temo que solo te darán la bienvenida las lágrimas, en vez de las sonrisas. Nuestro padre está tan triste… parece que ha renacido en su espíritu la pena que sintió por la muerte de mamá, y la pobre Elizabeth no encuentra consuelo en nada.

Ernest comenzó a llorar mientras decía aquellas palabras.

—No, no… —le dije—, no me recibas así; intenta tranquilizarte, que no puedo sentirme absolutamente destrozado en el momento en que entro en la casa de mi padre después de una ausencia tan larga. Pero, dime, ¿cómo sobrelleva mi padre estas desgracias? ¿Y cómo está mi pobre Elizabeth?

—Necesita mucho consuelo —contestó Ernest—. Se culpa de haber causado la muerte de mi hermano, y eso la hace muy, muy desgraciada; pero desde que se ha descubierto al asesino…

—¿Se ha descubierto al asesino? —exclamé—. ¡Dios bendito! ¿Cómo puede ser? ¿Quién se atrevió a perseguirlo? Es imposible; ¡sería tanto como intentar atrapar los vientos o contener un torrente de la montaña con una rama!

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