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El viaje fue muy triste. Al principio solo quería ir deprisa, porque deseaba consolar y confortar a mis seres queridos, tan apenados; pero a medida que me fui acercando a mi ciudad natal, fui también acortando el paso. Apenas podía soportar la avalancha de sentimientos que se agolpaban en mi mente. Pasé por paisajes que conocía bien desde mi juventud y que no había visto desde hacía casi cinco años. ¿Cómo habría cambiado todo durante todo ese tiempo? Un cambio enorme, repentino y desolador había tenido lugar; pero mil pequeñas circunstancias podrían haber producido otras alteraciones poco a poco, y aunque se hubieran producido más pausadamente, no serían menos decisivas. El temor me invadió; me daba miedo avanzar, aterrorizado ante mil peligros ocultos que me hacían temblar, aunque era incapaz de describirlos.

Me quedé en Lausana dos días, incapaz de seguir adelante. Contemplé el lago: las aguas parecían tranquilas; todo en derredor estaba en calma; y las montañas nevadas, los «Palacios de la Naturaleza», no habían cambiado. Poco a poco aquella calma y aquel paisaje celestial me reanimó, y continué mi viaje hacia Ginebra. El camino discurría junto a la orilla del lago, y se hacía cada vez más estrecho a medida que me acercaba a mi ciudad natal. Distinguí muy claramente las negras laderas del Jura y la brillante cumbre del Mont Blanc. Y lloré como un niño. «¡Queridas montañas…! ¡Mi precioso lago! ¿Cómo recibiréis a vuestro hijo pródigo? Vuestras cumbres son blancas, el cielo y el lago son azules… ¿Es esto un presagio de felicidad o una burla de mis desgracias?»

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