Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн
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—Ir inmediatamente a Ginebra; ven conmigo, Clerval, para pedir unos caballos.
Por el camino, Henry intentó animarme. No lo hizo con los tópicos habituales, sino mostrando una verdadera comprensión.
—Pobre William —dijo—, pobre chiquillo; ahora descansa junto a su angelical madre. Sus seres queridos están de luto y lo lloran, pero él ya descansa: ya no siente las garras del asesino; la hierba cubre su precioso cuerpo, y ya no sufre. Ya no podemos tener lástima por él; los que han quedado vivos son los que más sufren y, para ellos, el tiempo será el único consuelo. Aquellas máximas de los estoicos, según los cuales la muerte no se podía considerar un mal y que la mente del hombre debería estar por encima de la desesperación que produce la ausencia eterna del ser amado, no deberían ni siquiera tenerse en consideración… incluso Catón lloró sobre el cadáver de su hermano.
Clerval decía estas cosas mientras caminábamos aprisa por las calles; las palabras se grabaron en mi mente y las recordé después, cuando estuve en soledad. Pero en aquel momento, en cuanto llegaron los caballos, salté al cabriolé y le dije adiós a mi amigo.