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El verano transcurrió en medio de aquellas ocupaciones, y mi regreso a Ginebra se fijó para finales de otoño; pero se retrasó por varios incidentes y llegó el invierno y la nieve, los caminos se pusieron intransitables y mi viaje hubo de aplazarse hasta la primavera siguiente. Lamenté muchísimo ese retraso, porque deseaba de todo corazón volver a ver mi ciudad natal y a mis seres queridos. Mi regreso solo se había retrasado tanto porque no deseaba dejar a Clerval solo en una ciudad extraña antes de que hubiera conocido a algunas personas. El invierno, de todos modos, transcurrió muy agradablemente; y aunque la primavera vino bastante tarde, su belleza compensó su tardanza. Ya se había cumplido el mes de mayo, y yo esperaba diariamente la carta que fijara la fecha de mi partida, cuando Henry me propuso una excursión a pie por los alrededores de Ingolstadt para que pudiera despedirme del país en el que había vivido durante tanto tiempo. Accedí con placer a su proposición: estaba deseoso de hacer un poco de ejercicio, y Clerval siempre había sido mi compañero favorito en las caminatas de este tipo que yo solía emprender por los paisajes de mi país natal. Aquella excursión duró quince días. Mi salud y mi ánimo se habían restablecido hacía tiempo y habían adquirido renovado vigor con el aire saludable, los pequeños incidentes habituales del camino y la conversación de mi amigo. El estudio me había hecho antisocial: había evitado cualquier relación con mis compañeros. Pero Clerval inspiraba los mejores sentimientos de mi corazón; de nuevo me enseñó a amar las formas de la Naturaleza y las encantadoras caritas de los niños. ¡Qué buen amigo! ¡Cuán sinceramente me quisiste e intentaste animar mi espíritu hasta que estuvo al nivel del tuyo! Un objetivo egoísta me había mutilado y aniquilado, hasta que tu amabilidad y tu afecto animaron y despertaron mis sentidos. Conseguí volver a ser la persona alegre que había sido solo unos años antes, amando a todos y siendo amado por todos, sin penas ni preocupaciones: cuando me sentía feliz, la Naturaleza inanimada tenía el poder de proporcionarme las sensaciones más deliciosas. Un cielo claro y los campos verdes me extasiaban. Aquella estación fue verdaderamente maravillosa: las flores de la primavera estallaban en los parterres mientras las del verano estaban ya a punto de brotar. No me inquietaron los malos pensamientos que durante el año anterior, aunque intenté apartarlos por todos los medios, me habían agobiado como una carga insoportable. Henry disfrutaba con mi alegría y comprendía sinceramente mis sentimientos: se esforzaba en distraerme, y al tiempo me contaba qué sentimientos ocupaban su alma. Los recursos de su ingenio, en esta ocasión, fueron ciertamente asombrosos. Su conversación era muy imaginativa; y muy a menudo, imitando a los escritores persas y árabes, inventaba cuentos maravillosamente fantasiosos e interesantes. En otras ocasiones recitaba mis poemas favoritos o me enredaba en conversaciones que sostenía con notable ingenio.

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