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Te he escrito con todo mi buen ánimo, querido primo, pero no puedo terminar sin preguntarte angustiada otra vez por tu salud. Querido Víctor: si no estás muy enfermo, escribe tú mismo y haz feliz a tu padre y a todos nosotros o… ni siquiera me atrevo a pensar en la otra posibilidad; ya estoy llorando… Escribe, mi querido Víctor.

Tu prima, que te quiere muchísimo,

ELIZABETH LAVENZA.

—¡Querida, querida Elizabeth…! —exclamé cuando hube terminado de leer su carta—. Escribiré inmediatamente y así aliviaré la angustia que deben de estar sintiendo.

Escribí, y la tarea me cansó muchísimo; pero mi recuperación había comenzado y continuaba satisfactoriamente: en otros quince días podría abandonar mi alcoba.

CAPÍTULO 9

Cuando me recuperé, uno de mis primeros cometidos fue presentar a Clerval a los distintos profesores de la universidad. Y al hacerlo, tuve que someterme a una suerte de tormentosos encuentros que reabrían las heridas que mi mente había sufrido. Desde aquella noche fatal —el final de mis trabajos y el principio de mis desgracias—, había anidado en mí una violenta antipatía por todo lo relacionado con la filosofía natural. Además, estando prácticamente recuperado, la simple visión del instrumental químico reavivaba toda la agonía de mis ataques nerviosos. Henry lo notó y apartó todos aquellos aparatos de mi vista; también cambió bastante mis aposentos, porque percibió que yo sentía aversión a la sala que antiguamente había sido mi taller. Pero aquellas precauciones de Clerval no sirvieron de mucho cuando visité a los profesores. Incluso el bueno del señor Waldman me torturó cuando elogió, con amabilidad y afecto, mis asombrosos avances científicos. Inmediatamente se dio cuenta de que me disgustaba la conversación; pero, ignorando cuál era la verdadera razón, atribuyó mis sentimientos a la modestia y me pareció evidente que cambiaba de asunto —de mis habilidades a la ciencia en general— con el deseo de captar mi interés. ¿Qué podía hacer yo? Él simplemente quería halagarme, pero solo conseguía atormentarme. Me sentí como si fuera colocando, uno a uno, ante mis ojos, todos aquellos instrumentos que iban a utilizarse posteriormente para darme una muerte lenta y cruel. Yo me retorcía con cada palabra suya, aunque no me atrevía a mostrar el dolor que sentía. Clerval, cuyas miradas y sentimientos siempre estaban prestos a descubrir de inmediato las emociones de los demás, no quiso hablar del tema, argumentando que no sabía nada de ello; y la conversación giró hacia otros asuntos de carácter general. Yo se lo agradecí en el alma, pero no dije nada. Vi claramente que estaba sorprendido, pero no intentó sonsacarme el secreto; y aunque yo lo quería con una mezcla de afecto y respeto sin límites, nunca me atreví a confesarle aquello que siempre estaba presente en mis pensamientos, porque temía que al explicárselo a otra persona solo consiguiera que dejara en mí una huella aún más profunda.

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