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El señor Krempe no fue tan amable; y dada la condición de extrema sensibilidad, casi insoportable, en la que me encontraba entonces, sus encomios rudos y directos me causaron más dolor que la benevolente aprobación del señor Waldman.

—¡Maldito muchacho! —exclamó—. Señor Clerval: le digo a usted que nos ha sobrepasado a todos… Sí, sí: piense lo que quiera, pero de todos modos es la pura verdad. Un mozalbete que apenas hace tres años creía en Cornelio Agrippa tan firmemente como en el Evangelio, ahora se ha colocado a la cabeza de la universidad; y si no lo expulsamos pronto, nuestros puestos no estarán seguros… Sí, sí… —continuó, observando mi gesto de contrariedad—: el señor Frankenstein es muy modesto, una excelente cualidad en un hombre joven. Los jóvenes deberían ser más humildes, ya sabe a qué me refiero, señor Clerval; yo no lo era cuando era joven, pero eso se pasa cuando uno se hace mayor.

Entonces el señor Krempe comenzó un elogio de sí mismo y felizmente desvió la conversación de un asunto que verdaderamente me estaba matando.

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