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Lo llevamos a casa, y la angustia visible en mi rostro le reveló el secreto a Elizabeth. Solo quería ver el cadáver. Al principio intenté evitárselo, pero ella insistió y, entrando en la habitación en la que yacía, apresuradamente examinó el cuello de la víctima, y retorciéndose las manos, exclamó: «¡Oh, Dios mío! ¡He matado a mi querido niño…!»

Se desmayó y solo con mucha dificultad conseguimos reanimarla; cuando volvió en sí, no hizo más que llorar y suspirar. Me dijo que aquella misma tarde William le había estado dando guerra para que le permitiera llevar una miniatura muy valiosa que tu madre le había regalado. Este retrato ha desaparecido y, sin duda, fue el motivo por el cual el asesino cometió el crimen. Hasta el momento no hay ni rastro de él, aunque no hemos cesado en nuestras indagaciones para descubrirlo; pero eso no nos devolverá a mi querido William.

Vuelve, querido Victor: solo tú puedes consolar a Elizabeth. Llora constantemente y se acusa a sí misma, injustamente, de ser la causa de la muerte del niño… sus palabras me parten el corazón. Todos estamos muy abatidos; pero ¿no será ese un motivo más, hijo mío, para que regreses y seas nuestro consuelo? ¡Tu querida madre…! ¡Ay, Victor! ¡Te aseguro que doy gracias a Dios porque no vive para ver la muerte cruel y miserable de su pequeño!

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