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Me levanté y caminé, aunque la oscuridad y la tormenta se hacían más intensas a cada instante, y los truenos estallaban con un terrorífico estrépito. Se oían los ecos en la Salêve, en el Jura y en los Alpes de Saboya; violentos destellos de rayos me cegaban los ojos, e iluminaban el lago; entonces, durante un instante, todo parecía quedar sumido en la oscuridad, hasta que el ojo se recobraba del destello anterior. La tormenta, como sucede a menudo en Suiza, apareció en varios lugares del cielo a un tiempo. La parte más violenta se encontraba exactamente al norte de la ciudad, sobre la parte del lago que se extiende entre el promontorio de Belrive y el pueblo de Copêt. Otra tormenta iluminaba el Jura con débiles destellos; y otra oscurecía y a veces descubría la Mole, una montaña escarpada situada al este del lago.

Mientras iba observando la tormenta —tan hermosa y, sin embargo, tan aterradora—, continué caminando con paso apresurado. Aquella noble batalla en los cielos elevaba mi espíritu; cerré los puños y exclamé a gritos: «¡William, mi querido ángel…! ¡Este es tu funeral, esta es tu elegía!» Cuando pronuncié esas palabras, entreví en la oscuridad una figura que se ocultó tras un grupo de árboles que había cerca. Permanecí observando fijamente, intentando divisar algo; seguro que no me había equivocado; el fulgor de un rayo iluminó aquello y me descubrió su gigantesca figura; y la deformidad de su aspecto, más espantosa que cualquier cosa humana, me confirmaron quién era. Era el engendro, el repulsivo demonio al que yo había dado vida. ¿Qué hacía allí? ¿Podría ser él el asesino de mi hermano? La simple idea me estremecía. Apenas esa sospecha cruzó mi imaginación, llegué a la conclusión de que era completamente cierta… mis dientes castañetearon, y me vi obligado a recostarme contra un árbol para mantenerme en pie. La figura pasó rápidamente frente a mí, y la volví a perder en la oscuridad. ¡Así que él era el asesino…! Nada que tuviera forma humana podría haber destruido la vida de aquel precioso niño. ¡Él era el asesino! No tenía ninguna duda. La simple existencia de aquella idea era una prueba irrefutable de los hechos. Pensé en perseguir a aquel demonio, pero habría sido en vano, porque otro relámpago lo iluminó y lo pude ver encaramándose entre las rocas de la pendiente casi perpendicular del Monte Salêve; enseguida alcanzó la cumbre y desapareció.

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