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Clerval no era un científico. Su imaginación era demasiado viva para implicarse en la minuciosidad de las ciencias. Los idiomas eran su principal interés, así que deseaba aprender lo necesario para continuar los estudios por su cuenta cuando regresara a casa. El persa, el árabe y el hebreo atrajeron su atención tan pronto como consiguió adquirir un perfecto dominio del griego y el latín. Por mi parte, la inactividad siempre me había disgustado, y ahora que deseaba huir de toda reflexión y me repugnaban mis antiguos estudios, encontré un gran alivio al convertirme en compañero de clase de mi amigo, y no hallé solo instrucción sino también consuelo en las obras de los autores orientales. Su melancolía es tranquilizadora y su alegría anima el alma hasta un grado que yo jamás había experimentado al estudiar a los escritores de otros países. Cuando uno lee sus textos, parece que la vida consiste en un cálido sol y jardines de rosas… en las sonrisas y los pucheros de una encantadora enemiga, y en la ardiente pasión que consume tu corazón. ¡Qué diferente de la viril y heroica poesía de Grecia y Roma!

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