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¡Mi dulce prima! Tales eran tus pensamientos, puros y dulces como tus queridos ojos y tu voz. Pero yo… yo era un monstruo, y nadie jamás podría concebir la amargura que sufrí entonces.

CAPÍTULO 14

Cuando la mente ha estado intensamente ocupada en una rápida sucesión de acontecimientos, nada es más doloroso que la mortal calma de apatía y certidumbre que surge a continuación y que impide que el alma sienta ni esperanza ni temor. Justine murió. Descansó. Y yo estaba vivo. La sangre corría libremente por mis venas, pero un peso de desesperación y remordimiento me aplastaba el corazón y nada podía aliviar ese dolor. El sueño huía de mis ojos. Vagaba como un alma en pena, porque había cometido actos malvados y horribles que ni siquiera se pueden describir, y (estaba convencido) aún cometería más, muchos más. Sin embargo, mi corazón rebosaba de cariño y bondad. Mi vida había comenzado con buenas intenciones y había deseado que llegara el momento en que pudiera ponerlas en práctica y convertirme en una persona útil para mis semejantes. Ahora todo se había derrumbado. En vez de tener la conciencia tranquila, que me permitiera revisar mis actos con autocomplacencia y, a partir de ese punto, albergar promesas de nuevas esperanzas, estaba abrumado por los remordimientos y la culpa, y me entregaba a un infierno de torturas infinitas que ni siquiera pueden describirse.

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