Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

336 страница из 1361

Dormimos, y un sueño es capaz de envenenar nuestro descanso.

Nos levantamos, y un pensamiento pasajero nos amarga el día.

Sentimos, imaginamos o razonamos; reímos, o lloramos,

abrazamos pesares amados, o apartamos nuestras cuitas;

no importa; porque sea alegría o pena,

el camino de su partida siempre está abierto.

El ayer del hombre jamás puede ser como su mañana;

¡nada puede durar, salvo la mutabilidad!

Ya era mediodía cuando llegué a la cumbre. Durante algún tiempo estuve sentado en la roca desde la que se dominaba el mar de hielo. La niebla envolvía aquel lugar y las montañas circundantes. De repente, una brisa disipó la niebla y yo descendí al glaciar. La superficie es muy quebrada, y se eleva como las olas de un mar enfurecido, o desciende mucho, y por todas partes se abren profundas grietas. Esa extensión de hielo tiene una legua de anchura, pero tardé casi dos horas en cruzarlo. La montaña que hay al otro lado es una roca desnuda y perpendicular. Desde aquella parte en la que ahora me encontraba, Montanvert se encontraba exactamente enfrente, a la distancia de una legua, y sobre él se elevaba el Mont Blanc con su terrible majestuosidad. Me quedé en una oquedad de la roca, observando aquel maravilloso e imponente paisaje. El mar o, más bien, el inmenso río de hielo, serpenteaba entre las montañas que lo abastecían, cuyas aéreas cumbres se elevaban sobre los abismos. Aquellas cimas heladas y deslumbrantes brillaban al sol, por encima de las nubes. Mi corazón, antes apenado, ahora se henchía con un sentimiento parecido a la alegría. Y exclamé:

Правообладателям