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Yo seguía con Jordan Baker. Estábamos en una mesa con un hombre más o menos de mi edad y una chiquilla que armaba mucho ruido y a la menor provocación daba rienda suelta a unas carcajadas incontrolables. Me divertía. Me había bebido dos lavafrutas de champagne y la escena se había convertido ante mis ojos en algo importante, elemental y profundo.

En un momento de respiro en la fiesta el hombre me miró y sonrió.

—Su cara me resulta familiar —dijo, muy educado—. ¿No estuvo en la Tercera División durante la guerra?

—Sí, sí. Estuve en el Veintiocho de Infantería.

—Yo estuve en el Dieciséis hasta junio del año 18. Sabía que te había visto en alguna parte.

Charlamos un rato de las aldeas húmedas y grises de Francia. Evidentemente vivía en el vecindario, porque me dijo que acababa de comprarse un hidroplano y que iba a probarlo por la mañana.

—¿Vienes conmigo, compañero? Sólo en la orilla, por el estrecho.

—¿A qué hora?

—A la que prefieras.

Iba a preguntarle su nombre, tenía la pregunta en la punta de la lengua, cuando Jordan miró a su alrededor y sonrió.

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