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Casi en el mismo instante en que Gatsby se identificaba, el mayordomo se le acercó corriendo para decirle que tenía una llamada de Chicago. Se disculpó con una ligera inclinación ante cada uno de nosotros.
—Si necesitas algo, pídelo, compañero —me dijo—. Discúlpame. Te veré más tarde.
En cuanto se fue, me volví a Jordan, porque necesitaba comentarle mi sorpresa. Me esperaba que mister Gatsby fuera un señor de mediana edad, gordo y colorado.
—¿Quién es? —pregunté—. ¿Lo sabes?
—Sólo es uno que se llama Gatsby.
—Sí, pero ¿de dónde es? ¿A qué se dedica?
—A ti también te ha dado ya por el asunto —contestó con una sonrisa desvaída—. Bueno, un día me dijo que había estudiado en Oxford.
Un borroso pasado iba tomando forma detrás de Gatsby, pero se disolvió a la siguiente frase de Jordan:
—Pero no me lo creo.
—¿Por qué no?
—No lo sé —insistió—. Pero no me creo que fuera a Oxford.
Algo en su tono me recordó a la otra chica, «Creo que mató a un hombre», y tuvo el efecto de estimular mi curiosidad. Hubiera aceptado sin problemas la información de que Gatsby había surgido de los pantanos de Louisiana o del East Side de Nueva York. Eso era comprensible. Pero —por lo que mi experiencia provinciana me permitía suponer— un hombre joven no sale de la nada con toda tranquilidad y se compra un palacio en Long Island.