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—El caso es que da fiestas muy concurridas —dijo Jordan, cambiando de tema con un educado fastidio ante lo concreto—. Y a mí me gustan las fiestas con mucha gente. Son muy íntimas. En las fiestas con poca gente la intimidad es nula.

Retumbó el bombo, y la voz del director de orquesta se elevó de pronto entre la ecolalia del jardín.

—Señoras y señores —gritó—. A petición de mister Gatsby vamos a tocar para todos ustedes la última obra de mister Vladimir Tostoff, que tanta atención mereció en el Carnegie Hall el pasado mayo. Si leen los periódicos sabrán que causó auténtica sensación —sonrió con jovial condescendencia, y añadió—. ¡Y qué sensación! —y todo el mundo se echó a reír.

—La pieza —concluyó con energía— se titula La historia del mundo en jazz, según Vladimir Tostoff.

Se me escapó la naturaleza de la composición de mister Tostoff porque, en el momento en que empezaba, vi a Gatsby, que, solo, iba mirando con aprobación a los distintos grupos desde la escalinata de mármol. Tenía la cara bronceada, tersa la piel, atractiva, y parecía que le arreglaban todos los días el pelo, muy corto. No encontré nada siniestro en él. Me pregunté si el hecho de que no bebiera lo ayudaba a distinguirse de sus invitados, pues me dio la impresión de que se volvía cada vez más correcto conforme la alegría fraternal aumentaba. Cuando La historia del mundo en jazz acabó, las chicas apoyaron la cabeza en el hombro de los hombres como adolescentes, las chicas caían de espaldas, desmayadas, de broma, en brazos de los hombres, o entre el grupo, sabiendo que alguien detendría su caída. Pero nadie se dejaba caer en brazos de Gatsby, y ningún corte de pelo a la francesa tocó el hombro de Gatsby y ningún cuarteto lo incluyó entre sus cantantes.

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