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No sé por qué se vinieron al Este. Habían pasado un año en Francia sin ningún motivo concreto, y luego habían ido de un sitio a otro, sin sosiego, a donde se jugara al polo o se reunieran los ricos. Ahora se habían mudado para siempre, me dijo Daisy por teléfono, pero no lo creí: no podía ver el corazón de Daisy, pero sabía que Tom seguiría buscando ansiosa y eternamente la turbulencia dramática de algún irrecuperable partido de fútbol.

Y entonces, una tarde de viento y calor, fui a East Egg para ver a dos viejos amigos a los que apenas conocía. Su casa era incluso más exquisita de lo que me esperaba, una alegre mansión colonial roja y blanca, de estilo georgiano, con vistas a la bahía. El césped nacía en la playa y se extendía a lo largo de medio kilómetro hasta la puerta principal, salvando relojes de sol, senderos de terracota y jardines encendidos, para, por fin, al llegar a la casa, como aprovechando el impulso de la carrera, escalar la pared transformado en enredaderas saludables. Rompía la fachada una sucesión de puertas de cristales, que refulgían con reflejos de oro y se abrían de par en par al viento y al calor de la tarde, Tom Buchanan, en traje de montar, estaba de pie en el porche, con las piernas abiertas.

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