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Le conté que había pasado un día en Chicago, camino del Este, y que todo el mundo me había dado besos para ella.
—¿Me echan de menos? —exclamó extasiada.
—La ciudad entera está desolada. Todos los coches llevan la rueda izquierda trasera pintada de negro en señal de luto y, de noche, nunca se acaba el llanto en la orilla septentrional del lago.
—¡Es maravilloso! ¡Tenernos que volver, Tom! ¡Mañana! —e incoherentemente añadió—. Tienes que ver a la niña.
—Me encantaría.
—Está durmiendo. Tiene tres años. ¿No la has visto nunca?
—Nunca.
—Bueno, tienes que verla. Es…
Tom Buchanan, que no había parado de rondar por la habitación, se detuvo y me apoyó una mano en el hombro.
—¿A qué te dedicas, Nick?
—Vendo bonos.
—¿Con quiénes?
Se lo dije.
—Es la primera vez que oigo esos nombres —señaló tajantemente.
Me molestó.
—Los oirás —lo corté—. Los oirás si te quedas en el Este.
—Me quedaré en el Este, sí, no te preocupes —dijo, mirando a Daisy y luego otra vez a mí, como si esperara que añadiéramos algo—. Sería un imbécil de mierda si viviera en cualquier otra parte.