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La mujer asintió, y empezó a ir de casa en casa, en busca de las semillas. En todas las casas que visitó, la gente se mostró dispuesta a darle las semillas, pero al preguntar ella si en la casa había muerto alguien, se encontró con que todas las casas habían sido visitadas por la muerte; en una había muerto una hija, en otra un sirviente, en otras el marido o uno de los padres. Kisagotami no pudo hallar un hogar donde no se hubiera experimentado el sufrimiento de la muerte. Al darse cuenta de que no estaba sola en su dolor, la madre se desprendió del cuerpo sin vida de su hijo, y fue a ver a Buda, quien le dijo con gran compasión:

“Creíste que sólo tú habías perdido un hijo; la ley de la muerte es que no hay permanencia entre las criaturas vivas”.

La búsqueda de Kisagotami le enseñó que nadie se libra del sufrimiento y la pérdida. Ella no era una excepción.

Esa comprensión no eliminó el sufrimiento inevitable que comporta toda pérdida, pero redujo el que deriva de luchar contra ese triste hecho, y por sobretodo le permitió reponerse y ser feliz.

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