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Su mirada recorrió la mesa primero, buscando una moneda más. Luego miró el piso y finalmente la bolsa. “No puede ser”, pensó. Puso la última pila al lado de las otras y confirmó que era más baja.

“¡Me robaron -gritó- me robaron, malditos!”.

Una vez más buscó en la mesa, en el piso, en la bolsa, en sus ropas, vació sus bolsillos, corrió los muebles, pero no encontró lo que buscaba. Sobre la mesa, como burlándose de él, una montañita resplandeciente le recordaba que había 99 monedas de oro, sólo 99 monedas de oro. “Es mucho dinero”, pensó, “pero me falta una moneda”.

“Noventa y nueve no es un número completo -pensaba-. Cien es un número completo, pero noventa y nueve, no”.

El rey y su asesor miraban por la ventana. La cara del paje ya no era la misma, estaba con el ceño fruncido y los rasgos tiesos, los ojos se habían vuelto pequeños y arrugados y la boca mostraba un horrible rictus, por el que asomaban sus dientes. El sirviente guardó las monedas en la bolsa, y mirando a todos lados para ver si alguien de la casa lo veía, escondió la bolsa entre la leña. Luego tomó papel y pluma y se sentó a hacer cálculos. ¿Cuánto tiempo tendría que ahorrar el sirviente para comprar su moneda número cien? Todo el tiempo hablaba solo, en voz alta. Estaba dispuesto a trabajar duro hasta conseguirla. Después quizás no necesitara trabajar más. Con cien monedas de oro, un hombre puede dejar de trabajar. Con cien monedas un hombre es rico. Con cien monedas se puede vivir tranquilo. Sacó el cálculo. Si trabajaba y ahorraba su salario, y algún dinero extra que recibía, en once o doce años juntaría lo necesario. “Doce años es mucho tiempo”, pensó. Quizás pudiera pedirle a su esposa que buscara trabajo en el pueblo por un tiempo. Y él mismo, después de todo, terminaba su tarea en el palacio, a las cinco de la tarde, podría trabajar hasta la noche y recibir alguna paga extra por ello. Sacó las cuentas: sumando su trabajo en el pueblo, y el de su esposa, en siete años reuniría el dinero. Era demasiado tiempo. Quizás pudiera llevar al pueblo lo que quedaba de comida todas las noches y venderlo por unas monedas. De hecho, cuanto menos comieran, más comida habría para vender... vender... vender... Estaba haciendo calor, para qué tanta ropa de invierno. Era un sacrificio, pero en cuatro años de sacrificio llegaría a su moneda cien. El rey y el sabio volvieron al palacio.

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