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“Tal cual, Majestad, ¿está dispuesto a perder un excelente sirviente para poder entender la estructura del círculo?”.

“Sí”.

“Bien, esta noche le pasaré a buscar. Debe tener preparada una bolsa de cuero con 99 monedas de oro, ni una más ni una menos, 99”.

“¿Qué más? ¿Llevo los guardias por si acaso?”.

“Nada más que la bolsa de cuero. Majestad, hasta la noche”.

“Hasta la noche”.

Así fue. Esa noche el sabio pasó a buscar al rey. Juntos se escurrieron hasta los patios del palacio y se ocultaron junto a la casa del paje. Allí esperaron el alba.

Cuando dentro de la casa se encendió la primera vela,

el hombre sabio agarró la bolsa y le pinchó un papel que decía:

“ESTE TESORO ES TUYO. ES EL PREMIO POR SER UN BUEN HOMBRE. DISFRÚTALO Y NO CUENTES A NADIE CÓMO LO ENCONTRASTE”.

Luego ató la bolsa con el papel, la tiró en la puerta del sirviente, golpeó y volvió a esconderse. Cuando el paje salió, el sabio y el rey espiaban desde atrás de unas matas. El sirviente vio la bolsa, leyó el papel, agitó la bolsa y al escuchar el sonido metálico se estremeció, apretó la bolsa contra el pecho, miró hacia todos lados y entró en su casa. Desde afuera escucharon la traba de la puerta, y se arrimaron a la ventana para ver la escena. El sirviente había tirado todo lo que había sobre la mesa y dejado sólo la vela. Se había sentado y había vaciado el contenido en la mesa. Sus ojos no podían creer lo que veían. ¡Era una montaña de monedas de oro! Él, que nunca había tocado una de esas monedas, tenía hoy una montaña de ellas. El paje las tocaba y amontonaba, las acariciaba y hacia brillar la luz de la vela sobre ellas. Las juntaba y desparramaba, hacía pilas de 10 monedas: una pila de diez, dos pilas de diez, tres pilas, cuatro, cinco, seis y mientras sumaba 10, 20, 30, 40, 50, 60... hasta que formó la última pila: ¡9 monedas!

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