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¡Llena de gracia! Llena, colmada de gracia divina desde el primer instante de su ser virginal: ¡la Inmaculada Concepción! Pero ella, la toda hermosa, la toda santa, no se reconoció a sí misma en este saludo, porque se consideraba la pequeña esclava del Señor, y por eso se confundió con esas palabras, que la levantaban sobre toda creatura humana. Pues así la había creado el Dios omnipotente y misericordioso: más llena de gracia y de belleza que todos los espíritus celestiales.
El arcángel venía a pedirle, de parte del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, su consentimiento para concebir en su seno virginal al Mesías prometido, al Hijo del Altísimo, al redentor del mundo, cuyo nombre sería Jesús. Y ella, la siempre Virgen, debió preguntar cómo sería esto, pues no conocía varón, y tenía ofrecido al Señor el no conocerlo nunca. San Gabriel le explicó que esa concepción sería divina y no humana: El Espíritu santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra.
A la espera de la respuesta de María, hubo un instante de expectación en el cielo y en la tierra y en los abismos: un momento de silencio profundo, que guardó la humanidad caída, desde Adán y Eva en adelante, como suplicándole la respuesta afirmativa. Diríamos que al universo se le cortó la respiración de puro suspenso. Y tras ese momento vino prontísima la respuesta de María, que señalaba el inicio de la salvación del mundo: He aquí a la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.