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Y por este imperativo de caridad, la madre de Dios ha renunciado a quedarse en Nazaret, donde habría permanecido sosegada, quietísima, en profunda contemplación del misterio de la Encarnación, y más aun, recogida en sí misma, en apacible y tierna adoración del Dios que ya crecía en el tabernáculo de su propio cuerpo. Pero no: lo primero es lo primero. El olvido de sí mismo y el servicio del prójimo, sobre todo del más necesitado, nos lo grabará María a fuego en nuestras almas, si se lo suplicamos.
En cuanto María saluda a Isabel —con qué dulce y encantadora voz—, el Bautista, como temprano precursor del Mesías, salta y baila en las entrañas maternas: reconoce a su Señor gozosamente. Confiesa Isabel: Tan pronto como tu saludo llegó a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. ¡Cómo iba a estarse quieto ante la presencia del Hijo de Dios! Esta maravillosa comunicación entre vientre y vientre materno bautiza al Bautista: lo santifica antes de nacer.
Al saludo de María responde Isabel, llena del Espíritu Santo, no con un susurro sino con un fuerte clamor, que seguirá resonando en nuestras voces a través de los siglos: ¡Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! Y más llena aun del Espíritu Santo, que es su Esposo, María exclama: Mi alma engrandece al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Y luego, con suprema humildad: Bienaventurada me llamarán todas las generaciones.