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El quiebre de la democracia en Venezuela que sobrevino en agosto de 2017 –cuando el presidente Nicolás Maduro montó una elección amañada para asegurar un Congreso que le permitiría redactar una nueva constitución y gobernar dictatorialmente por decreto– es el ejemplo más reciente de esta división del trabajo entre China y los EE. UU. en el hemisferio occidental. Los EE. UU., el Reino Unido, la Unión Europea y una serie de naciones de América Latina se rehusaron a reconocer la votación fraudulenta en Venezuela, y los EE. UU., México y Colombia anunciaron sanciones inmediatas contra Maduro y una serie de funcionarios de su gobierno. La crisis venezolana ofreció una oportunidad concreta para que China ingresase a la contienda y, de este modo, interfiriese en la hegemonía estadounidense. De hecho, por lo menos un académico chino ha sostenido que Pekín está esperando su oportunidad «para crear una “esfera de influencia” en el tradicional “patio trasero” de los Estados Unidos [...] en represalia por el confinamiento y el cerco que los EE. UU. ejercen sobre China» en la región asiática (Yu, 2015, p. 1048). En realidad, China evitó dar cualquier apariencia de una confrontación (Wilkinson, 2019).