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TAN ECHADITA PALANTE, TAN SIN MIEDO

COMO UN GATO. ISORA VOMITABA COMO UN GATO. JUCUJUCUJUCU y el vómito se precipitaba dentro de la taza del váter para ser absorbido por la inmensidad del subsuelo de la isla. Lo hacía dos, tres, cuatro veces por semana. Me decía me duele un montón aquí, y se señalaba el centro del tronco, justo en el estómago, con su dedo gordo y moreno, con su uña chasquillada como por una cabra, y vomitaba como quien se lava los dientes. Jalaba del agua, bajaba la tapa y con la manga del suéter, un suéter casi siempre blanco con un estampado de sandías con pepitas negras, se secaba los labios y continuaba. Ella siempre continuaba.

Antes nunca lo hacía delante de mí. Recuerdo el día en que la vi vomitar por primera vez. Era la fiesta de fin de curso y había mucha comida. Por la mañana, la colocamos encima de las mesas de la clase, todas unidas, con papelito de fiestita de cumpleaños por encima. Había munchitos, risketos, gusanitos, conguitos, cubanitos, sangüi, rosquetitos de limón, suspiritos, fanta, clipper, sevená, juguito piña, juguito manzana. Jugamos a los borrachos dentro de la clase e íbamos dando tumbos agarradas Isora y yo de los hombros, como dos maridos que le habían puesto los cuernos a las mujeres y ahora se arrepentían.

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