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Cuando salimos por la puerta de doña Carmen un gusano me recorrió la garganta. Ese gusano negro me decía que alguna vez yo había envidiado a Isora. Me gustaba el color de su pelo y el de sus brazos. Me gustaba su letra. Hacía unas g con un rabo gigante que no dejaba que se entendiese lo que decía en la línea de abajo. Me gustaban sus ojos y tantas otras cosas. La envidiaba por cómo le hablaba a la gente grande. Era capaz de interrumpir las conversaciones y decir no, Moreiva es hija de Gloria la de la curva, no de la otra Gloria. La envidiaba por sus tetitas redondas y blanditas como una gomita con azuquita blanca, aunque a ella no le gustaban. Y porque tuviese la regla y porque tuviese pelos en el pepe. Isora tenía un monte de pelo negro tieso y picudo, como el cespe falso de las casas rurales. La envidiaba por su tarjeta de juegos para la guenboi, que le pirateó un primo segundo suyo que era informático y vivía en Santa Cruz. La envidiaba porque la tarjeta tenía el juego de Hamtaro y a mí me encantaba el juego de Hamtaro.