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Y todo empinado. Un barrio vertical sobre un monte vertical cubierto de nubes bajas, todo surcado por una cueva horizontal muy larga, que iba hasta la cumbre y bajaba hasta la mar, como el manto de la Virgen de Candelaria, la más bonita, la más morena. Tan vertical que a veces parecía que los bemeuves metalizados se iban a caer patrás con la música a todo dar. Y que les iban a salir las alas y nos iban a llevar volando pa la playa San Marcos. Pero no pasaba, eso no pasaba nunca. Y ponían el frenomano y metían la primera y empezaban a chillar goma y subían parriba y se presinaban. Siempre se presinaban cuando pasaban por delante de la iglesia de la Virgen del Rosario.

Eran de dos tipos, las casas del barrio, y estaban todas mesturadas. Unas eran viejas, como la de doña Carmen o la de abuela. Eran de piedra y tenían un patio en el centro en torno al que se repartían los cuartos. Un patio con un techo tapado con planchas de uralita, que mi abuela llamaba duralita, y que en aquel momento empezaron a decir que daba cáncer. Un patio por el que entraba una luz muy fuerte, una luz almacenada durante miles de años, que arrebataba a los canarios de dentro de las jaulas, que empezaban a cantar con los claros del día, pipipipipipipipipipi, descontrolados, y terminaban con la noche. Y los helechos y las buganvillas, que entraban por el huequito que quedaba entre la puerta de la entrada y el techo de duralita, también se arrebataban. Cuando la luz las alumbraba las matas empezaban a crecer tan rápido que parecía que caminaban por las pare-des, que bailaban sobre las paredes.

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