Читать книгу Panza de burro онлайн
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Y luego las otras casas, las más modernas. Que eran de la gente más joven, de la gente que trabajaba en el Sur, en la costrusión y en los hoteles limpiando, que tenían los bemeuves azul metalizado, rojo metalizado, amarillo metalizado, con los faldones planchados al suelo, que subían por el barrio y dejaban mitad de la carrocería por el camino de lo bajos que eran y ponían Pobre diabla a todo dar, Agüita y Mentirosa y Una ráfaga de amor a todo dar y Felina mil veces a todo dar. Esas, las nuevas, eran casas que tenían dos plantas y muchas ventanas y balaustres y un portón en la primera planta, sobre todo un portón, muy grande, más grande, aún más grande, por el que podría caber un camión del tamaño de un pino cargado de pinocha, repleto de plátanos y tomates y regalos, como beibiborns y barbis enfermeras. Y esas eran las de más colores, las rosadas, amarillas, más amarillas, amarillas güevo frito. De estilo venezolano, decían. Las casas de Venezuela, nojoda.
Las casas del canto arriba comenzaban a nacer del suelo como turmas debajo de la pinocha cuando la lluvia dejaba húmeda la tierra. Comenzaban a nacer de la tierra las primeras casas del barrio junto a los pinos de las faldas del vulcán, el vulcán como lo llamaba abuela, y decía las faldas, como si el vulcán fuese Shakira. Las primeras casas del barrio, empezando desde arriba, tenían los tejados y las azoteas llenas de piñas de los pinos y muchas veces parecía que en vez de casas hechas por personas eran casas de brujas y duendes. El resto del barrio, lo que no eran casas, era todo verde oscuro, del color del monte. Los días en los que el cielo estaba despejado se podía ver el vulcán. Muy pocas veces ocurría, pero todo el mundo sabía que detrás de las nubes vivía un gigante de 3718 metros que podía pegarnos fuego si quería.