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Hasta aquí, estas serían las palabras correctas, formales, apropiadas para el comienzo de este prólogo. Pero, ¿cómo decir que me temblaron las manos, que se me aceleró el pulso, que se contuvo mi respiración, cuando un querido compañero, Carlos Zeta, me invitó a escribir ni más ni menos que el prólogo de La razón de mi vida?

¿Cómo contar el modo en que recorrieron mi mente y mi cuerpo infinidad de emociones, recuerdos, sensaciones?

Por ejemplo, la primera vez que escuché hablar de Evita, la primera vez que vi, entre las cosas que atesoraba mi viejo, el libro de tapa dura, con sus hojas amarillentas, con la foto de esa mujer rubia de pelo estirado en un rodete apretado y ojos encendidos. Esa imagen, que podía ser tanto dulce y angelada, como brava y desafiante. ¿Cómo no recordar aquellos fríos 26 de julio en mi querida Avellaneda obrera y conurbanense, en los que, con tantos compañeros y compañeras, nos juntábamos —y lo seguimos haciendo— para homenajear a quien tuvo el cargo más sublime al que se puede aspirar: “Abanderada de los humildes”?

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