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Evita nació en 1919. El destino de (casi) todas las mujeres de las primeras décadas del siglo XX de (casi) todos los sectores sociales —y con pocos matices de clase— era el casamiento. Todas enfrentaban, además, un clima muy poco favorable (para ser prudentes) al trabajo femenino remunerado.

Las muchachas de familias humildes no tenían muchas más oportunidades que las de trabajar en talleres de costura o en fábricas, en pésimas condiciones, igual que las de los compañeros varones, a lo que debían sumar peores salarios, el acoso de jefes y patrones y la ausencia absoluta de protección del embarazo y la crianza. Más el trabajo no pago del cuidado.

Por otra parte, muchas chicas que pertenecían a las clases en ascenso, como las hijas de familias de comerciantes o de dueños de pequeñas fábricas, eran redireccionadas hacia la docencia, que se feminiza rápidamente desde fines del siglo XIX. La altísima presencia de mujeres en el magisterio respondió a un Estado que necesitaba incorporar docentes de manera intensiva y barata. El magisterio era un trabajo apropiado para las mujeres, aun cuando escondía —poco y mal— muchas contradicciones. Aunque muy mal remunerado, les permitía tener algún dinero propio, mientras reforzaba el estereotipo de “lo femenino”. Recordemos que, en aquellos momentos, se había empezado a entender a la infancia desde otro punto de vista, incorporando mejor trato con menos violencia y mayor contención. Es precisamente allí donde las mujeres podían desplegar las habilidades “naturalmente” maternales, de paciencia y afectividad en las que quedaban cristalizadas. El trabajo femenino se desarrollaba en un espacio físico y simbólico restringido, pero, a la vez, protegido de las amenazas del mundo público y con cierto reconocimiento social de grandes sectores analfabetos de la población. Un “muy buen proyecto”, en esa época, para las jóvenes de los sectores más acomodados y de la nueva burguesía vernácula.

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