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Uno puede preguntarse por qué los registros de Nabucodonosor no mencionan específicamente a Jerusalén como una de las ciudades que conquistó. La razón probable fue que Joacim, el rey de Judá durante ese tiempo, pudo ver que resistirse a Nabucodonosor era inútil, por lo cual se rindió. Así, no fue necesario que los babilonios montaran una guerra en toda su dimensión contra la ciudad. Los textos de la Crónica de Babilonia mencionan solo aquellas ciudades que se resistieron hasta que las tropas babilónicas las dominaron. Las ciudades que se rindieron antes de ese punto, como Jerusalén, no se mencionan por nombre.

Un observador de la escena histórica en el Cercano Oriente en el 605 a.C. podría haber pensado que todo esto era el resultado de cambios en las lealtades y poder humanos. Pero había más que eso. Daniel indica esta dimensión adicional al mismo principio de su libro. Joaquín se rindió y cayó en manos de Nabucodonosor no solo porque era un rey malo, que lo era, sino porque Dios lo permitió y dirigió los eventos de esta manera. Había un factor invisible involucrado en el curso de estos eventos, y era un factor divino. Daniel 1:2 dice: “El Señor entregó en sus manos a Joacim, rey de Judá”. Si bien ésta no era la intención original de Dios para su pueblo, su apostasía —dirigida por el rey Joacim— trajo como consecuencia este triste curso de eventos. Puesto que el pueblo de Dios había renunciado a su fe en Dios y había dejado de participar en su pacto, también habían perdido el derecho a la protección divina de enemigos como Babilonia (véase Deut. 28:1; 30:20).

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