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Tal es la esencia de lo que Jesús enseñó. Ello es, como veremos, el mensaje fundamental de toda la Biblia, pero no está expresado con igual claridad a través de toda ella. En los primeros fragmentos del libro brilla tenuemente como la luz de una lámpara envuelta en velos, pero a medida que pasa el tiempo los velos van desapareciendo sucesivamente y la claridad de la luz va haciéndose más fuerte, hasta llegar a los pasajes de Jesucristo en que la luz alcanza su máxima pureza y resplandor. La verdad nunca cambia, lo que cambia es la comprensión que de ella tienen los hombres. A través de los siglos esta comprensión ha ido mejorando. En verdad, lo que llamamos progreso no es más que la expresión exterior correspondiente a la idea cada vez más adecuada y amplia que se van formando los hombres de Dios.

Jesucristo recapituló esta verdad, la enseñó cabalmente y a fondo, y sobre todo la encarnó, es decir, la demostró en su propia persona. Ahora muchos de nosotros podemos comprender intelectualmente lo que debe significar la plenitud de este mensaje, de lo que sucedería si se llegara a alcanzar una comprensión completa del mismo. Pero lo que podemos demostrar es algo muy diferente. Aceptar la verdad es el primer paso, pero poco hemos adelantado hasta que no la probemos en nuestras acciones cotidianas. Jesús demostró todo lo que enseñó, hasta la victoria sobre la muerte en lo que llamamos la Resurrección. Por razones que no vienen al caso explicar aquí, sucede que cada vez que superamos una dificultad por medio de la oración prestamos una ayuda a toda la raza humana en general, presente, pasada y futura; y la ayudamos a vencer esa misma clase de dificultad en particular. Jesús, al vencer toda suerte de limitaciones a la que la humanidad vive sujeta, y en particular venciendo a la muerte, llevó a cabo una obra de un valor único e incalculable y por eso es lícito llamarle el Salvador del mundo.

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