Читать книгу ¿Qué queda del padre?. La paternidad en la época hipermoderna онлайн

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En El porvenir de una ilusión, Freud, en la estela del Nietzsche ilustrado, evocaba la fe en la razón como antídoto crítico frente a la ilusión que toda religión representa. El duelo del Padre significaba para él la reivindicación orgullosa del carácter finito de la existencia. Pero ¿por qué, me pregunto, este carácter finito de la existencia debería ser tal que suprimiera cualquier forma de misterio? La existencia, su «contingencia ilimitada»2, ¿acaso no es un misterio en sí misma? ¿No estamos aquí frente a un aspecto fundamental de la función paterna en la época hipermoderna? ¿Cómo preservar la apertura de la existencia al misterio evitando hacer de la desilusión una nueva religión, una nueva forma de ilusión? ¿Cómo hacer posible la experiencia virtuosa del límite? La experiencia de nuestra castración ¿acaso no es la experiencia central de cualquier auténtica oración? ¿Y no es una tarea crucial de la función paterna hacer posible el encuentro con nuestro límite más radical?3

Todo discurso sobre la crisis de la función paterna parece absolutamente caduco y, a la vez, absolutamente urgente. No solo porque uno no se resigna fácilmente al duelo por el Padre, sino, sobre todo, porque la humanización de la vida exige el encuentro con «al menos un padre». En la época de su evaporación, «cualquier cosa» —afirmará el último Lacan— podrá ejercer su función. El Padre ya no es una cuestión de género o de sangre. Su Imago ideal ya no gobierna ni la familia ni el cuerpo social. Sin embargo, no se trata ni de añorar su reino ni de decretar su desaparición irreversible. Para prescindir de un padre es necesario ser capaz de servirse de él, diría Lacan. Prescindir, hacer el duelo por el Padre, no significa, de hecho, desterrar al Padre, exaltar su demolición, decretar su peso insoportable o, más sencillamente, su inutilidad. Hacer seriamente el duelo por el Padre significa aceptar la herencia del padre, aceptar toda su herencia. ¿Qué significa esto? El sujeto, escribía Sartre, solo puede realizarse haciendo algo con aquello que el Otro (el padre, la madre, la familia, la sociedad, los otros) ha hecho de él. Para los seres humanos, para los seres que habitan el lenguaje, no hay posibilidad de autosuficiencia, no hay modo de escapar a la dependencia estructural del Otro. Nosotros somos, en este sentido, una plegaria. Cada uno de nosotros proviene de un horizonte que no ha elegido y que lo ha determinado. No existe un «yo» identificado de una sola vez, porque la subjetividad es un movimiento continuo de singularización que se constituye como un ir y venir entre el «dentro» y el «fuera» del propio «yo». Es una enseñanza decisiva del último Sartre retomada por Lacan: no existe un sujeto que se haya hecho a sí mismo, no existe autosuficiencia, el hombre no es un ens causa sui. La experiencia del análisis revela cómo, aplicando la regla de la asociación libre, es decir, invitando al paciente a decir todo lo que le pasa por la cabeza, las figuras familiares del padre, de la madre, de los hermanos y de las hermanas aparecen sin falta como protagonistas del discurso. Es decir, una especie de necesidad parece encadenar las asociaciones libres: para hablar de sí mismo, de su intimidad más propia, el sujeto se ve obligado a hablar del Otro del que proviene, se ve obligado a reconocer que el inconsciente es el discurso del Otro. Provenimos siempre de un horizonte que nos constituye y que nos trasciende. Somos dependientes siempre de lo que aviene en el Otro, del discurso del Otro. Somos siempre objetos en las manos del Otro, tenemos siempre, diría Sartre, el porvenir de los Otros. Y sin embargo, precisamente sobre el fondo de este horizonte que nos precede y nos constituye, tenemos siempre la posibilidad de subjetivar de manera singular nuestra procedencia, tenemos la posibilidad de retomar, de resubjetivar todo aquello que heredamos del Otro.


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