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Cuando hablamos de “conversión” nos referimos a la conversión “radical”, que corresponde al estado del hombre pecador, en el que su “yo” tiene que rehacerse desde la raíz y cambiar toda la orientación de la vida porque nunca se ha transformado, según el modelo de Jesucristo –como es el caso del bautismo–, o porque la orientación bautismal ha sido rota por el pecado –como acontece en el proceso de la reconciliación penitencial–. Por el contrario, la conversión llamada “común”, “cotidiana”, “continua” o “ininterrumpida” se refiere al esfuerzo que ha de realizar todo creyente, ya bautizado, para perfeccionarse y superar los estados de pecado que aún perviven en él.

Comprender que la conversión radical es un proceso supone desterrar esa tendencia pastoral –nacida del deseo de acogerse a lo más fácil– a confiar desmesuradamente en lo repentino, a buscar lo espectacular, a provocar con métodos sospechosos conversiones rápidas, a acentuar la acción de Dios y a olvidar la necesaria e ineludible colaboración del hombre. La pastoral de la conversión ha de mantener una constante sospecha sobre las prisas, el nerviosismo, la superficialidad, la ligereza, la rapidez y la impaciencia...


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