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En la primaria hacía bocetos, trazaba líneas rápidas, palabras ilegibles, y borraba, sobre todo borraba. Mis primeros exámenes los contestaba así: corregía las veces necesarias antes de entregarlos, aunque con tantas manchas no tuviera derecho a revisión después de calificado. Las respuestas borroneadas se acercaban más a mis dudas que a posibles certidumbres. Dibujaba en las últimas hojas de mis libretas escolares, a la par que avanzaban mis apuntes en sentido inverso. Las palabras eran entonces formas dibujadas sobre el papel, y éstas eran otra manera de escritura. Dibujar y escribir era mancharse la mano de grafito y ceras de colores.

Cuando examiné mis libretas de la primaria y mis libros escolares, que recordaba llenos de rayas y notas a los márgenes, de manchas y borrones, la mayor parte de lo que escribí se había desvanecido. Ahora esos cuadernos son un archivo de trazos tenues: libretas vacías de palabras pero repletas de dibujos. En cambio, mis dibujos del kínder siguen luciendo los colores de una levedad que añoro.

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