Читать книгу Aún no es tarde. Claves para entender y frenar el cambio climático онлайн

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El Krakatoa, también en Indonesia y que entró en erupción en 1883, proporcionó más pruebas sobre el efecto de los volcanes en el clima, pero todavía eran insuficientes. No fue hasta 1991 cuando, con un instrumental infinitamente más preciso y multitud de medidas recogidas por todo el mundo, se pudo establecer definitivamente la repercusión que tenía verter miles de toneladas de ceniza volcánica a la atmósfera (Earth Observatory, 2001). El Pinatubo hizo temblar las Filipinas, y entonces sí que se pudo atribuir directamente un descenso en la temperatura global del planeta de 0,6 ºC, causada por el manto de aerosoles que bloqueaba de diez a cien veces más luz solar de lo habitual.

Así que sí, nos estábamos dejando algo. Durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial se produjo lo que ahora es conocido como «la gran aceleración», una época de extraordinario crecimiento económico y más extraordinario aún consumo de recursos. Se popularizó el avión como método de transporte, y el hambre por los combustibles fósiles entró en una espiral en la que todavía estamos inmersos. Al cabo de poco tiempo, es cierto, se emprendió la contención de los efectos nocivos más inmediatos, que causaron episodios como la Gran Niebla de 1952 en Londres (en inglés, The Great Smog, donde smog es la concentración de smoke, ‘humo’, y fog, ‘niebla’), que provocó entre 4.000 y más de 10.000 muertes según distintas estimaciones. Parecía claro que el desarrollo necesitaba hacerse más limpio. Y fue a partir de aquella época cuando se impulsaron una batería de leyes ambientales, donde la Clean Air Act de Estados Unidos (firmada en 1963 y heredera de la Air Polluction Act de 1955) tiene un papel sobresaliente, por el liderazgo y por cómo actuaba sobre el país más contaminante del mundo.

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