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La consecuencia del escenario descrito puede resumirse así: la relación entre la política democrática y los derechos humanos o fundamentales es bidireccional. Por un lado, estos derechos sin lugar a duda constituyen un límite y una orientación para el poder del Estado: le señalan, citando al filósofo del derecho John Finnis, los contornos del bien común. Por otro lado, sin embargo, los mismos derechos necesitan de la actividad política. Tanto para definir el detalle de su contenido —quién está obligado a satisfacer el derecho, quién es su beneficiario, etc.— como para garantizar la efectiva vigencia de las prohibiciones más significativas. Es decir, aquellas en las que se juega el núcleo de los derechos humanos: la erradicación de la esclavitud, de las desapariciones forzadas y de otros crímenes semejantes.

En el contexto de un régimen democrático resulta indispensable recordar esa doble relación entre derechos y política. Ella es la que permite conjugar la protección de los aspectos básicos de la dignidad humana, de una parte, con la idea de que los principales llamados a concluir y determinar las directrices de la vida social son los representantes políticos de los ciudadanos (el Ejecutivo y el Congreso), de otra. Todo esto, además, implica que, si bien los tribunales han de jugar un papel relevante en el resguardo de los derechos fundamentales, es el sistema político en su conjunto el que ha de velar por su vigencia y protección.

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