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A su turno, y entre nosotros, Alejandro Silva Bascuñán insistió en el riesgo de abuso de poder que suponía entender la soberanía como ilimitada, más allá de quién se entendiera que era su titular. Al efecto, afirmó: “el concepto de soberanía política llevó una deformación congénita: discurrido para apoyar el absolutismo real, se convirtió en instrumento apto para hacer eficaz cualquier forma de opresión que le sucediera. Y así se llamarían monarquías los gobiernos de soberanía residente en el rey; aristocracia, si es atribuido a pocos selectos; y democracia si se deposita en el común del pueblo. Pero siempre el yugo insoportable se descargaría sobre la persona determinada que ha de sufrirlo, entregada inerme a la voluntad irrefrenable del déspota unipersonal o colectivo”ssss1.

Se suele afirmar que tras la Segunda Guerra Mundial se hizo patente la importancia de entender que el ejercicio de la soberanía debía estar sujeto a límites, y que ese fue, precisamente, el rol que se entendió les correspondía a los llamados Derechos Humanos.

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