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Sin embargo, la sola consagración de la juridicidad en un texto constitucional no basta para que sea efectiva, para que rija en la realidad. En efecto, si no existen mecanismos para verificar constantemente su respeto por parte de los órganos estatales y sin una consecuencia que se derive de su infracción, tal consagración no deja de ser una mera declaración, a lo más una aspiración programática. Precisamente, los principios de control y de responsabilidad hacen efectiva la juridicidad, permitiendo que se manifieste en la realidad la idea del Estado de Derecho y se respeten los derechos fundamentales de los ciudadanos.

El control consiste, en términos simples, en verificar el cumplimiento de reglas, estándares o principios. Así, el control permite contrastar la forma en que una autoridad estatal actuó con la forma en que debió hacerlo, pudiendo identificarse una eventual infracción y corregirla, expulsando el acto del ordenamiento. Ahora bien, el objeto del control —lo que se controla— puede ser variado: desde la legalidad de la actuación (el cumplimiento de las normas que la rigen) hasta el mérito, la oportunidad o la conveniencia de una decisión, incluyendo también la eficiencia o eficacia de esta. Lo relevante es que tal control pueda desplegarse de manera efectiva e integral, a través de todos los órganos estatales y respecto de todo acto de ejercicio de poder público. Para ello, es necesario que existan múltiples órganos de control, por una parte, y variados mecanismos para activar dichos controles, por otra, incluyendo vías de acción para los ciudadanos. Esta multiplicidad de entidades y vías de control busca responder a una clásica inquietud de la filosofía política, consistente en evitar órganos inmunes al control, sea cual fuere la función que cumplan o su relevancia.

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