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Existen diversas manifestaciones de la responsabilidad jurídica. La penal apunta a castigar a quien ha cometido un delito, manifestándose a través de una condena que puede incluso privar al sujeto de su libertad.

La administrativa, por su parte, se detona por la infracción de los deberes de los funcionarios públicos, y consiste en soportar desde multas hasta la pérdida del cargo, según la gravedad de la falta. La responsabilidad política recae en las altas autoridades del Estado y consiste en la expulsión de sus funciones, generalmente por incumplimiento de deberes o atentar contra el interés general. La responsabilidad civil, finalmente, consiste en hacerse cargo de los daños que una acción pudo provocar en una persona y se traduce en el deber de compensarlo, a través del pago de una suma de dinero. Esta es la forma en que se verifica la responsabilidad del Estado, ante actuaciones u omisiones que puedan lesionar a una persona, surgiendo el deber de indemnizarla íntegramente.

La idea de un Estado responsable ante los ciudadanos es una conquista relativamente reciente de la civilización. Históricamente primó la idea del poder público ilimitado frente a la esfera patrimonial privada, expresada en los regímenes monárquicos bajo un principio explícito, inspirado en el derecho romano: “el rey no puede cometer daños”. Incluso superada la monarquía se mantuvo este privilegio en los Estados modernos, ahora sobre la base de la idea de “soberanía”. En este escenario, los daños causados por la actividad estatal recaían en el funcionario, asumiendo que pudiese ser identificado como tal, resultando generalmente insuficiente su patrimonio para asegurar una indemnización efectiva de la víctima.

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