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Todos los aludidos son fenómenos demostrativos de insuficiencia de seguridad jurídica. Pero aún es más doloroso comprobar que, habiéndose alcanzado un cierto grado de cumplimiento, retrocedemos a otro inferior y que lo anula. Claramente, queda así establecido que la seguridad jurídica ya forjada no es un bien irreversible, conquistado ayer para siempre. Lejos de eso, es un valor cuya preservación exige el esfuerzo de todos unidos por un objetivo tan noble e indispensable. Obviamente, existen instituciones encargadas de asumir roles decisivos tras ese objetivo, como son las policías y fiscales, los jueces y los entes fiscalizadores entre ellos, pero repito que es deber de todos enfrentar el flagelo de la incertidumbre ilegítima. Al gobierno le corresponde la primera y mayor responsabilidad en conquistar y mantener ese objetivo.

Los enemigos de la seguridad jurídica son múltiples, hábiles y poderosos. Más aún, en los tiempos de grandes cambios que vivimos, nada ni nadie está a salvo de asonadas callejeras, asaltos, estafas, golpizas, excesos a través de las redes sociales, omisión de trámites por favores indebidos y otras actitudes ilícitas. Especialmente vulnerables son la infancia y la juventud, la tercera y cuarta edad, víctimas de malhechores que lucran y prosperan ocasionando daño, dolor y muerte. Perseguir tales patologías y sancionarlas es parte del sentido de la seguridad jurídica en el Estado de Derecho. La crisis de las instituciones, a menudo y con razón criticada, es un agudo ejemplo de incertidumbre en nuestra vida.

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