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Como señaló Mario Góngora en su Ensayo Histórico (1986), la Constitución de 1833 tuvo la virtud de restaurar la tradición política a la cual los chilenos estaban acostumbrados: el principio de autoridad. Si bien existen diferencias manifiestas entre una Monarquía y una República, no por ello se debe confundir la falta de respeto al orden político y a las leyes. Y es allí donde se encuentra el mérito del modelo político que entonces se implantó: la Constitución de 1833 otorgó estabilidad política al país hasta 1925 porque tuvo la virtud de atender a la realidad, sin pretender la consagración de sueños o utopías en sus líneas: fue una Constitución técnica y avanzada para su época, pero su mayor logro no fueron sus disposiciones particulares, sino el haberse logrado instalar como una Constitución que en su conjunto era respetada. Fue también una Constitución flexible, ya que permitió gradualmente su reforma en tiempos de paz, transformándose así de una Constitución marcadamente presidencialista en otra con gran participación del Congreso. Sus redactores fueron visionarios al respecto, al saber conjugar la necesidad de orden en el momento apropiado con la necesidad por espacios de libertad que fuesen surgiendo en el tiempo. En ese sentido, la Constitución de 1833 —de la cual algunas normas de primer orden han pasado a las Constituciones posteriores— supo interpretar adecuadamente la composición política, jurídica, social y económica del país, y construir, a partir de esas realidades, la forma política adecuada, sin sueños, sin utopías.

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