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Ninguna de ellas superó los cinco años de vida, lo que es atendible si consideramos que, hasta la Constitución de 1822, ninguna tenía una real vocación de permanencia. No por nada llevaban siempre el calificativo de Constitución “Provisoria”. El motivo de ello era bastante lógico: en primer lugar, no existía la calma suficiente (en razón de la Guerra de Independencia, primero, y de la inestabilidad política interna, después) para poder redactar un texto constitucional que satisficiera las necesidades del país. La segunda explicación radica en la falta de acuerdos en torno a temas de primer orden que debían quedar resueltos en una Constitución: la forma de Gobierno (la Monarquía era el régimen político tradicional y conocido hasta entonces), la organización política interna (unitaria o federal), la calidad de ciudadano, los límites al poder público, la organización judicial, la permanencia o abolición de la esclavitud, etc.

Todos esos motivos explican la situación de “ensayo y error” que se vivió en torno al tema constitucional hasta 1833: la Constitución Ilustrada de Juan Egaña aprobada hacia fines de 1823 resultó rápidamente derogada, acusada de utópica; el fanatismo federalista de José Miguel Infante también fue descartado tras el desorden político que causó su gradual implantación; y el liberalismo político de 1828 no soportó las turbulencias a las que fue sometido tras una guerra civil en la cual esta corriente, al menos en su faz ilustrada, fue derrotada. El país tuvo que esperar hasta 1833 para zanjar definitivamente su régimen político a través de una Constitución respetada y obedecida.

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