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DIARIO, 27 de agosto de 2015
Todavía en junio del ’92 todo el mundo seguía hablando del golpe de estado. Ariadna estaba descontrolada de rabia, a su manera, es decir hacia adentro, mientras que George daba la impresión de estar a favor del golpe (aunque lo más probable es que solo fingiera aprobarlo: ¿o quizás le gustaba la espectacularidad de la historia y el hecho de encontrarse en medio de ella?). Sus apóstoles de San Marcos y la Católica, y sus apóstoles de los talleres de cine, que parecían más apóstoles que nunca ahora que George andaba barbudo y melenudo, tomaban sus palabras con humor. Lo mismo hacía Ariadna y lo mismo Rainer, cuya propia experiencia de vida lo había vuelto alérgico a los tiranos, los dictadores, los autócratas y los sátrapas, y cuya calidad de hombre culto, además, le generaba una repulsión visceral hacia Fujimori.
Cuando George, seguramente por molestar, en una de sus visitas diarias −me resulta difícil entender por qué prolongó por tanto tiempo, hasta mediados de julio, los prolegómenos del crimen−, decía que todo estaba bien, que ahora el gobierno podría arrasar a los senderistas sin pensar en tonterías como los derechos humanos, Rainer respondía: se ve que tú nunca has peleado en una guerra. George le decía que no. Rainer le decía que él tampoco pero que una guerra se había peleado encima de él, adentro de él, en su cara, en su cerebro. Y créeme que nadie que ha vivido una guerra quiere vivir otra después, decía.