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… En una ocasión, la noche le parece borrascosa, aunque borrascosa sea mucho decir. Es una noche negra de fines de mayo, con nubes como mausoleos de ángeles y pájaros, borrascosa solo a la manera de las noches limeñas o chalacas, es decir, nada borrascosa, más bien una noche con un aire empolvado de alacranes diminutos. Qué raros los alacranes diminutos, piensa George, en el mirador, viendo el techo de la casita rosada, que a esa hora parece de un negro purpurino. Las luces de la calle se apagan y a lo lejos ulula un patrullero. Qué raras esas ululaciones, piensa George: esa oscuridad. Después mira el mar, cuyas olas, según nota, no rompen a unos metros ni se derraman sobre la orilla ni vuelven al mar embrollándose en la resaca, sino que corren paralelas a la playa, como si el mar hubiera salido a pasear por la costa en lugar de estrellarse contra ella. Qué raro el mar, piensa George. Busca las islas en el horizonte pero no las ve. (Qué raro, piensa). ¿Se palpa los bolsillos, encuentra una caja de fósforos, enciende un palillo contra la pared?


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