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LIBRETA 3. Noviembre de 1992
… Tengo la impresión de haber hablado con George muchas veces en esos meses, pero, cuando hago memoria, entiendo que no son más de cuatro o cinco. Una sola vez lo veo sin su cámara a la mano. Está sentado en la última mesa de un bar en la calle Berlín, cerca al cine Colina, con un vaso de whiskey. Un bar ruidoso y oscuro donde lee encorvado sobre las páginas de un libro, ¿alumbrándose con una linterna como si estuviera en una cueva o en una trinchera o en el túnel de una mina o llevara varios días al fondo de un pozo en medio del desierto? El libro es un tomo blanco y grueso de pasta dura con la cara de un hombre en la sobrecubierta, una cara ruda que a mí me parece el rostro de un leñador o de un cazador de animales muy grandes. Le pregunto de qué trata el libro y creo entender que me dice que es un libro acerca del origen del mal pero después me doy cuenta de que ha dicho que ese libro es el origen del mal. Hay una revista sobre la mesa, al lado del libro. Al rato me la muestra. ¿Con cara de orgullo? No. Más bien hay algo no sé si irónico o cínico o descreído en su gesto, un desacomodo que no logro situar. Me dice que la editaron en Buenos Aires, ¿hace tres años?, y la abre en una página donde aparece su nombre como autor de un artículo titulado «El hombre-elefante en Argentina». Al rato se levanta para ir al baño y yo leo el artículo saltando párrafos. Comienza con la narración de un encuentro, en un hospital de Buenos Aires, entre Horacio Quiroga y un hombre que sufre una terrible deformidad, una elefantiasis que le tuerce el cuerpo de pies a cabeza, al que los médicos comparan con John Merrick, el hombre elefante de Leicester. El artículo, sin embargo, menciona eso a la volada, solo para hacer notar que la película de David Lynch, El hombre-elefante, se hubiera beneficiado si el lugar del encierro hubiera sido un sótano y no una oficina con muebles limpios y vajilla de porcelana, y se hubiera beneficiado aun más si el sótano hubiera estado en alguna ciudad de América Latina y no en Londres. Cierro la revista y cojo el libro que George ha dicho que es el origen del mal, o eso me ha parecido, y leo en la carátula el nombre de Robert Frost y el título Collected Poetry. Ojeo el volumen, que está profusamente subrayado y tiene cientos de anotaciones en los márgenes. En una página marcada hay un poema sobre luciérnagas que parece una ronda infantil. Cuando George vuelve del baño, hablamos de cualquier cosa. No le pregunto por Ariadna pero sé que su relación se ha vuelto más estrecha…