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Una vez entramos a un caserío donde todos estaban muertos, sentados en las puertas de sus casas, o tumbados en la zanja que estaban abriendo cuando llegaron los militares. Otra vez entramos a un pueblo donde todos estaban vivos y tenían caras de felicidad y nos miraban y no tenían miedo. De ese pueblo nos fuimos. Por la noche volvimos para matarlos pero ya no habían nadies. A los dos días regresamos y ahí estaban de nuevo, sonrientes. Otra vez nos fuimos y volvimos de noche y nadies estaban. El jefe dijo que era un pueblo embrujado. Nos quedamos hasta que empezó a caer la noche y uno por uno fueron apareciendo los sonrientes, y uno por uno los fuimos matando. Era un pueblo chico, no nos demoramos mucho.

Dice que después lo hicieron jefe de una columna. Ya era mando, era el camarada Alcides, dice. Dice que, como mando, condujo un ataque a un pueblito cerca de Huanta. Un ataque, sonríe, pero la mueca se le desvanece de inmediato y dice que en verdad fue una masacre. Una matanza: más de sesenta muertos, incluso niños, viejos, viejos lisiados, locos, mujeres viejas. Matamos a todo el pueblo. Se llamaba Andamarca. Después ya no existía Andamarca. Dicen que ahora ya existe de nuevo. Los matamos con hachas, machetes, dinamita. A los pocos meses me capturaron. Me pegaron, me torturaron, me la metieron, me sacaron la mierda. Querían que confiese que había estado ahí, que les diga quién había sido el mando, quién era Alcides. Alcides era yo pero me hice el cojudo. Me llevaron a El Frontón. Aquí al frente, a la isla. Fue la primera vez que vi el mar. Yo nunca había visto una cosa más horrible. Allí estuve tres años. Hasta el motín. No fue un motín cualquiera: estaba coordinado, un motín en tres cárceles al mismo tiempo. Nos destrozaron. Fue como la vez de la masacre pero los masacrados fuimos nosotros y no habían niños ni mujeres ni muchos viejos aunque sí habían locos. Después dice que él se escapó de la masacre nadando. ¿Nadando?, pregunta George. Varios trataron de escapar nadando, dice el hombre: yo creo que nadie más pudo. Estuve horas en el agua. Al final las olas me botaron aquí. Me pongo de pie en la orilla y miro al frente y veo esta casa incendiada y mi primera impresión es que he nadado para atrás, que estoy otra vez en la isla. Entonces volteo y escucho que al otro lado del agua siguen sonando las explosiones. Después vi en los periódicos que los marinos y los guardias republicanos repasaron a los heridos y mataron a los que se rindieron, pero dejaron a treinta con vida. A cualquiera que no estuviera entre esos treinta, o entre los cadáveres, lo dieron por muerto. O sea que yo estoy muerto. Por eso digo que este sótano es mi tumba, sonríe. George debe pensar largo rato en eso porque la cámara se queda fija en la cara del otro. Uno puede (al menos yo puedo) imaginar su gesto de asombro. Después el hombre dice: mi nombre es Hildegardo Acchara. Hildegardo es con hache. Acchara es sin hache. Antes mi nombre era Alcides. Antes de eso, Hildegardo. Ahora, otra vez Hildegardo. Estira el brazo, le da la mano a George. Pero en la calle, Ronald, añade, sonríe, alza los ojos, ignora cuánto le va a costar haber contado esa historia.


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